Quiero compartirles con un propósito meramente informativo y sin fines de lucro un capítulo del libro Encuentro con la Sombra que me fue particularmente beneficioso, ojalá y a alguien pueda servirle igual!
(las itálicas y los resaltados son propios)
ASUMIR LA RESPONSABILIDAD DE NUESTRA
PROPIA SOMBRA
Ken Wilber
Probablemente
el más famoso de los filósofos transpersonales de la actualidad, es un
prolífico escritor, autor, entre otros, de Conciencia sin Fronteras; El
Espectro de la Conciencia; El proyecto Atman; Los tres ojos del conocimiento;
Cuestiones Cuánticas (todos Ed. Kairós); Up from Eden y Grace and
Grit: Spirituality and Healing in the History of Treya Killam-Wilber.
Al igual que sucede con la proyección de emociones
negativas también es muy común en nuestra sociedad la proyección de cualidades
negativas ya que equiparamos erróneamente «negativo» con «indeseable». Pero, de
ese modo, en lugar de aceptar e integrar nuestros rasgos negativos no hacemos
más que alienarlos y proyectarlos viéndolos entonces en cualquiera menos en
nosotros mismos.
A pesar de todo, sin embargo, esas cualidades no
desaparecen sino que siguen perteneciéndonos. Veamos un ejemplo. En un grupo de
diez amigas nueve de ellas quieren a Jill, pero Betty, la décima, no puede
soportarla porque, según dice, es una remilgada y ella detesta la mojigatería.
Por ello intenta convencer a sus amigas de la supuesta mojigatería de Jill pero
nadie parece estar de acuerdo con ella, lo cual la enfurece todavía más. Quizás
resulte evidente que la única razón por la que Betty odia a Jill sea su propia
tendencia inconsciente a la mojigatería proyectada sobre Jill. De esta manera,
un conflicto que originalmente tiene lugar entre Betty y Betty termina
convirtiéndose en una disputa entre Betty y Jill. Jill, por supuesto, nada
tiene que ver con ese conflicto y su único papel en esta escena se limita a
actuar como espejo involuntario del desprecio que Betty siente hacia sí misma.
Todos tenemos puntos ciegos, tendencias que
simplemente nos negamos a admitir como propias, rasgos que rehusamos aceptar y
que, por consiguiente, vertemos hacia el exterior, blandiendo toda nuestra
cólera e indignación puritana para luchar contra ellos cegados por un idealismo
que nos impide reconocer que la batalla es interna y que el enemigo está mucho
más cerca de lo que nos imaginamos.
Lo único que necesitamos para integrar esas facetas
es concedernos a nosotros mismos la misma amabilidad y comprensión que
dispensamos a nuestros amigos. Como afirmaba elocuentemente Jung:
La aceptación de uno mismo es la esencia del
problema moral y el epítome de cualquier comprensión global de la vida. Dar de
comer a los hambrientos, perdonar los agravios y amar a nuestros enemigos en
nombre de Cristo son, sin duda, grandes virtudes. Lo que hago al último de mis
hermanos se lo hago también a Cristo. Pero ¿qué sucede cuando descubro que el
más insignificante de todos ellos, el más miserable de los mendigos, el más
procaz de los pecadores, el verdadero enemigo, se hallan en mi interior y que
soy yo mismo quien necesita de la limosna de mi propia amistad, que yo soy el
enemigo que debe ser amado?1
Las consecuencias de esta situación tienen siempre
una doble vertiente. En primer lugar, llegamos a creer que carecemos por
completo de las cualidades que proyectamos, cualidades que, por consiguiente,
permanecen fuera de nuestro alcance y no podemos actuar sobre ellas,
utilizarlas ni satisfacerlas en modo alguno, lo cual nos provoca una tensión y
una frustración crónica. En segundo lugar, vemos esas cualidades en nuestro
entorno asumiendo proporciones aterradoras hasta el punto de que terminamos
flagelándonos con nuestra propia energía.
En el nivel egoico la proyección es fácilmente
identificable: Cuando una persona, o una cosa, nos informan, lo más probable es que no
estemos proyectando; si, por el contrario, nos afecta es muy plausible que
estemos siendo víctimas de nuestras propias proyecciones. Es
perfectamente posible, por ejemplo, que Jill fuera una remilgada pero ¿sería
ésa una razón suficiente para que Betty la odiara? Evidentemente no. Betty no
sólo recibía información de que Jill era una remilgada sino que además se
sentía fuertemente afectada por la mojigatería de Jill, un signo inequívoco de
que su odio por ella no era más que el desprecio -proyectado o extravertido que
sentía hacia sí misma. De modo similar, cuando Jack duda entre limpiar o no el
garaje y su esposa se interesa por lo que está haciendo su reacción es
exagerada. En el caso de que realmente no hubiera deseado limpiar el garaje, si
ese impulso no hubiera sido realmente suyo, se hubiera limitado a responder que
había cambiado de opinión. Sin embargo, Jack no hizo eso sino que se indignó
con ella, «¡Qué desfachatez. Quería obligarme a limpiar el garaje!» Jack había
proyectado su propio deseo y lo experimentaba como apremio, de modo que la
inocente pregunta de su esposa no le informó sino que le afectó profundamente y
se sintió injustamente presionado. Y ésta es una diferencia fundamental: lo que
vemos en los demás es más o menos correcto si se limita a facilitarnos
información pero si nos produce un fuerte impacto emocional no hay la menor
duda de que se trata de una proyección. De este modo, tanto si estamos
excesivamente ligados emocionalmente a alguien -o a algo- como si lo eludimos u
odiamos, estamos abrazando o luchando respectivamente con la sombra, un signo
inequívoco de que el dualismo-represión-proyección cuaternaria ha tenido lugar.
Desmantelar una proyección implica «descender» por el
espectro de conciencia (desde el nivel de la sombra hasta el nivel egoico) y
cuando nos re-apropiamos de aquellos aspectos que anteriormente habíamos
alienado ampliamos nuestra área de identificación. Para ello, el primer paso,
el paso preliminar, consiste siempre en comprender que lo que consideramos que
el entorno nos hace de manera mecánica no es más que lo que nos estamos
haciendo a nosotros mismos. Nosotros somos los únicos responsables.
Por consiguiente, si siento ansiedad probablemente
alegaré que soy una víctima indefensa de la tensión, que la gente o las
situaciones son las causantes de mi ansiedad. El primer paso consiste en ser
plenamente consciente de la ansiedad, establecer contacto con ella, temblar,
estremecerme, tener dificultades para respirar -sentirla realmente, aceptarla y
expresarla- comprender que yo soy el único responsable, que estoy tenso, que al
bloquear la excitación la experimento como angustia. Yo soy el único causante
de mi propia ansiedad. La angustia no es un asunto que se desarrolle entre yo y
el medio ambiente sino que tiene lugar exclusivamente en mi interior. Este
cambio de actitud supone que, en lugar de alienar mi excitación, en vez de
desvincularme de ella y protestar por ser una víctima, he asumido la responsabilidad de
lo que estoy haciendo conmigo mismo.
Si el primer paso en el proceso de «curación» de las
proyecciones de la sombra es el de asumir la responsabilidad de dichas
proyecciones, el segundo consiste en invertir el sentido de la proyección y
hacer amablemente a los demás lo que hasta entonces nos habíamos estado
haciendo despiadadamente a nosotros mismos. Si lo hacemos así, la afirmación
previa de que «el mundo me rechaza» se transforma en «¡en este momento rechazo
todo el condenado mundo!»; «mis padres quieren que estudie» se convierte en
«quiero estudiar»; «mi pobre madre me necesita» deviene «necesito estar cerca
de ella»; «tengo miedo de quedarme sólo» se traduce como «malditas las ganas
que tengo hoy de ver a nadie» y «la gente siempre me critica» pasa a ser «no
paro de criticar a todo el mundo».
En breve volveremos a estos dos pasos esenciales, la
responsabilidad y la inversión pero, por el momento, baste con señalar que, en
todos los casos de proyección de la sombra, estamos distorsionando
«neuróticamente» nuestra autoimagen para hacerla aceptable. De esta manera,
todas aquellas facetas de nuestra autoimagen, de nuestro ego, que no coinciden
con lo que superficialmente creemos que nos interesa, todos aquellos aspectos
incompatibles con las bandas filosóficas, todos aquellos rasgos que hemos alienado
en momentos de stress, impasse o doble vínculo, constituyen ahora aspectos
enajenados de nuestro propio potencial. Como resultado de todo ello, nuestra
identidad va reduciéndose progresivamente hasta llegar a ser tan sólo una
pequeña fracción de nuestro ego, la distorsionada y empobrecida persona y, al
mismo tiempo, nos condenamos eternamente a sentirnos acosados de continuo por
nuestra propia sombra, a la que ahora negamos la menor atención consciente. No
obstante, la sombra siempre tiene algo que decir y pugna por abrirse paso hacia
la conciencia en forma de ansiedad, culpa, miedo y depresión. La sombra deviene
síntoma y se aferra a nosotros como un vampiro a su presa.
Metafóricamente hablando, podríamos decir que hemos
escindido la concordia discors (El orden discordante) del psiquismo en numerosas
polaridades, contrarios y opuestos (a los que nos referimos grupalmente como
dualismo cuaternario) y terminamos dividiendo al psiquismo en la persona y la
sombra. En cada uno de estos casos nos identificamos sólo con «medio» aspecto
de la dualidad y desterramos al otro aspecto, a menudo rechazado, al tenebroso
mundo de la sombra. De esta manera, la sombra se convierte precisamente en lo
opuesto de la persona que consciente y deliberadamente creemos ser.
Así pues, si queremos -a modo de experimento personal
saber cómo ve el mundo nuestra sombra, no tenemos más que asumir exactamente lo
opuesto de lo que conscientemente deseemos, queramos, sintamos, necesitemos,
intentemos o creamos. De ese modo, podremos establecer contacto consciente con
nuestros opuestos, expresarlos, representarlos y, por último, recuperarlos.
Después de todo, la sombra siempre tiene algo que decir y o bien nos apropiamos
de ella o ella se apropia de nosotros. Si algo hemos aprendido en cada uno de
los ejemplos que hemos ofrecido en este capítulo es que o bien tratamos
sensatamente de ser conscientes de nuestros opuestos o nos veremos obligados a
tomar conciencia de ellos.
Ahora bien, utilizar los opuestos, ser consciente y,
finalmente, re-apropiamos de ellos no significa necesariamente actuar según sus
dictados. Casi todo el mundo teme enfrentarse a sus opuestos por miedo a que le
dominen y, sin embargo, lo que ocurre es exactamente lo contrario: sólo cuando
la sombra permanece inconsciente terminamos sometidos a sus dictados aunque
éstos vayan en contra de nuestra voluntad.
Para tomar cualquier decisión o elección válida
debemos ser plenamente conscientes de ambos aspectos, de ambos opuestos, porque
si una de las dos alternativas permanece inconsciente nuestra decisión será
necesariamente inadecuada. Como lo demuestra claramente este ejemplo y el resto
de los presentados en este capítulo, en cualquier área de la vida psíquica
debemos afrontar nuestros opuestos y re-apropiamos de ellos, lo cual no
significa necesariamente actuar según sus dictados sino simplemente ser
consciente de ellos.
A medida que vamos afrontando nuestros propios
opuestos cada vez resulta más evidente -y esto es algo que no nos cansaremos de
repetir- que, dado que la sombra es una faceta realmente integrante del ego,
todos los «síntomas» y molestias que ésta parece infligimos son, en realidad,
síntomas y molestias que nos estamos infligiendo a nosotros mismos por más que
protestemos conscientemente de lo contrario. Todo sucede como si de un modo deliberado
nos estuviéramos pellizcando dolorosamente a nosotros mismos y pretendiéramos,
al mismo tiempo, que no es así. En este nivel, cualquier síntoma -culpa, miedo,
ansiedad, depresión- es la consecuencia directa de los pellizcos «mentales»
que, de un modo u otro, nos estamos dando, lo cual significa ineludiblemente
-por más increíble que pueda parecernos- que ¡deseamos que el doloroso síntoma
en cuestión -cualquiera sea éste- desaparezca y permanezca al mismo tiempo!
Así pues, el primer opuesto al que podemos intentar
enfrentarnos es el deseo oculto de mantener los síntomas, el deseo inconsciente
de pellizcarnos a nosotros mismos. Señalemos, además, que cuanto más ridículo
le parezca esto a un determinado individuo menos en contacto se hallará éste
con su propia sombra, con esa parte de sí mismo que es la responsable de los
pellizcos.
Por consiguiente, no tiene el menor sentido
preguntarnos cómo puedo desembarazarme de esos síntomas porque ¡eso supondría
que no soy yo quien lo está haciendo! Lo mismo ocurre si me pregunto «¿cómo
puedo dejar de pellizcarme?» Mientras sigamos preocupados por dejar de
pellizcarnos, mientras persistamos en intentar dejar de hacerlo es obvio que no
nos habremos dado cuenta de que somos nosotros mismos quienes nos estamos pellizcando.
De ese modo, no hacemos sino mantener, o incluso aumentar, el dolor. ¡Si
realmente nos diéramos cuenta de que nos estamos pellizcando a nosotros mismos
no nos preguntaríamos cómo dejar de hacerlo sino que simplemente dejaríamos de
hacerlo de inmediato! En otras palabras, la razón por la que el síntoma no
desaparece es precisamente el hecho de que estamos tratando de hacerlo
desaparecer. Por este motivo Perls afirmaba que cuanto más luchamos contra un
síntoma más empeora éste. El cambio deliberado nunca funciona porque excluye a
la sombra.
¡No se trata de desembarazarnos de ningún síntoma
sino más bien de intentar exagerarlo deliberada y conscientemente, de tratar de
experimentarlo plenamente! Si estamos deprimidos procuremos deprimirnos todavía
más; si estamos tensos aumentemos la tensión; si nos sentimos culpables
exageremos el sentimiento de culpa. ¡Hagámoslo literalmente así! Si intentamos
hacer esto reconoceremos a la sombra y por vez primera, nos solidarizaremos con
ella y, por consiguiente, pasaremos a hacer conscientemente lo que hasta
entonces sólo habíamos hecho de un modo inconsciente. Cuando, de un modo activo
y deliberado, ponemos todo nuestro empeño en intentar reproducir nuestros
síntomas estaremos reunificando realmente nuestra persona y nuestra sombra.
Entonces tomaremos contacto con nuestros opuestos y nos pondremos de su parte
y, en resumen, redescubriremos nuestra
sombra.
Si exageramos, de modo deliberado y consciente,
cualquier síntoma presente hasta llegar a darnos cuenta de que eso es lo que
siempre hemos hecho estaremos, por primera vez, en situación de dejar de
hacerlo. Al igual que Max, en nuestro ejemplo anterior, sólo pudo dejar de
tensarse libremente después tomar clara conciencia de que era él quien se
estaba tensando. Si somos libres para provocarnos más culpabilidad entonces nos
percataremos espontáneamente de que también podemos hacer algo por sentirnos
menos culpables. Si somos libres para deprimirnos también lo somos para no
hacerlo. Mi padre tenía un remedio infalible para curar instantáneamente el
hipo sacando un billete de veinte dólares y pidiendo a cambio que la víctima
hipara sólo una vez más.
Admitir la ansiedad es dejar de sentirse ansioso y el
modo más fácil de «dis-tensar» a una persona es invitarla a que se tense todo
lo que pueda. En todos los casos, la adhesión consciente a un determinado
síntoma nos libera de él.
La desaparición de los síntomas es algo que no debe
preocuparnos ya que los síntomas desaparecerán sin que nos preocupemos por él.
Si intentamos exagerar los opuestos sólo para desembarazarnos de un síntoma
estaremos condenados al fracaso. En otras palabras, no se trata de intentar
exagerar un síntoma sin entusiasmo y verificar ansiosamente si ya ha
desaparecido. Si se escucha diciendo «Bien, he intentado que el síntoma
empeorase pero todavía no ha desaparecido» es que no ha llegado siquiera a
conectar con la sombra y se ha limitado a pronunciar una especie de conjuro
intentando aplacar a los dioses y a los demonios. Nuestra propuesta, por el
contrario, consiste en transformarnos deliberada y completamente en esos
demonios hasta tal punto que toda nuestra atención consciente esté ocupada en
producir y mantener nuestros propios síntomas.
Pero cuando tomo contacto con mis síntomas e intento
identificarme deliberadamente con ellos debo recordar que, si esos síntomas
tienen un núcleo emocional, se trata de una forma visible de la sombra que no
sólo contiene la cualidad opuesta sino también el sentido contrario. Si, por
ejemplo, me siento profundamente afectado y ofendido «a causa» de lo que cierto
individuo me ha dicho, lo primero que debo hacer es darme cuenta de que yo soy
el artífice de lo que me está ocurriendo, de que literalmente estoy
torturándome a mí mismo. Sólo después de asumir la responsabilidad de mis
propias emociones estaré en condiciones de invertir el sentido de la proyección
y de ver que, aunque conscientemente abrigue buenas intenciones hacia esa
persona, el sentimiento de sentirme dañado oculta, precisamente, mi deseo de
dañarle. Así pues, «me siento herido por tal persona» debe traducirse como
«tengo ganas de dañarla». Esto no significa que tenga que golpearle (aunque,
desde luego, también pueda descargar ese impulso aporreando una almohada) sino
que para integrarla basta con ser consciente de mi cólera. Mi síntoma, el
dolor, no sólo refleja la cualidad opuesta sino también el sentido opuesto. Por
consiguiente, tendré que asumir la responsabilidad tanto de mi cólera (que es
la cualidad opuesta de mi afecto consciente hacia el individuo en cuestión)
como del hecho de que la cólera parte de mí y se dirige hacia él (que es
precisamente el sentido opuesto al que soy consciente).
Así pues, en el caso de la proyección de una emoción
primero deberemos darnos cuenta de que lo que nosotros pensamos que el exterior
nos está haciendo es, en realidad, lo que nos estamos haciendo a nosotros
mismos, que literalmente nos estamos atormentando a nosotros mismos y, a
continuación, deberemos comprender que ése es nuestro deseo solapado de
atormentar a los demás. «Nuestro deseo de atormentar a otros» puede ser, según
los casos, el deseo de amarlos, de odiarlos, de tocarlos, de ponerles
nerviosos, de poseerlos, de mirarlos, de matarlos, de abrazarlos, de
estrujarlos, de atraer su atención, de rechazarlos, de dar, de someterlos, de
jugar con ellos, de dominarlos, de engañarlos, de ensalzarlos, etc.
El segundo paso, la inversión, es esencial. Si la
emoción no se descarga completamente en la dirección correcta no tardaremos en
volver rápidamente al antiguo hábito de dirigirla contra nosotros mismos. Cada
vez que establezcamos contacto con una emoción, como por ejemplo el odio, cada
vez que comencemos a dirigir el odio hacia nosotros mismos, invirtamos su
sentido ¡Dirijámoslo hacia el exterior! La alternativa es pellizcar o ser
pellizcado, mirar o ser mirado, rechazar o ser rechazado.
Eliminar una proyección es algo más simple -aunque no
necesariamente más fácil- cuando se trata de cualidades, rasgos o ideas
proyectadas porque éstas no tienen un sentido, por lo menos un sentido tan
pronunciado como sucede con las emociones. Los rasgos positivos o negativos,
tales como la sabiduría, el valor, la malicia, la avaricia, etcétera, parecen
ser relativamente mucho más estáticos. En este caso sólo deberemos preocupamos
de la cualidad no de la dirección. Obviamente cuando estas cualidades se
proyectan, podemos reaccionar ante ellas de un modo emocionalmente violento -y
entonces podemos incluso proyectar esas emociones reactivas y reaccionar ante
ellas entrando en una especie de espiral vertiginosa de proyecciones. Además,
también puede suceder que sólo se proyecten aquellas cualidades o ideas que
estén cargadas emocionalmente. Sea como fuere, si consideramos a las cualidades
proyectadas en sí mismas podemos re-integrar gran parte de ellas.
Los rasgos proyectados, al igual que las emociones
proyectadas, son también cualidades que «vemos» en los demás y que no sólo nos
informan sino que también nos afectan profundamente. Normalmente se trata de
cualidades que creemos que poseen los demás, precisamente aquellas cualidades
que más aborrecemos, las cualidades que más violentamente condenamos. Poco
importa que vituperemos contra los aspectos más tenebrosos de nuestro corazón
con la esperanza de exorcizarlos. A veces las cualidades proyectadas son
algunas de nuestras propias virtudes y entonces solemos colgarnos de aquellas
personas a las que se las atribuimos y nos convertimos en una especie de
guardaespaldas que intenta monopolizar febrilmente a la persona elegida. En
este caso nuestra inquietud procede, por supuesto, del intenso deseo de
mantenernos próximos a ciertos aspectos de nosotros mismos.
En última instancia, hay proyecciones para todos los
gustos. Las cualidades proyectadas -como las emociones proyectadas- siempre son
las opuestas de aquellas que conscientemente creemos poseer, pero, a diferencia
de ellas, los rasgos no tienen un sentido y su integración es más sencilla. En
el primer paso, exagerar nuestros opuestos, tendremos que darnos cuenta de que
lo que amamos o aborrecemos de los demás no son más que cualidades de nuestra
propia sombra. No se trata de algo que ocurra en nuestra relación con los demás
sino en la relación que sostenemos con nosotros mismos. Al exagerar nuestros
opuestos entramos en contacto con la sombra y, cuando comprendamos que somos
nosotros mismos quienes nos estamos pellizcando dejaremos inmediatamente de
hacerlo. Los rasgos proyectados carecen de sentido y, por ello, su integración
no requiere el segundo paso de la inversión.
De este modo, exagerando nuestros opuestos y
concediendo un espacio a la sombra terminaremos ampliando nuestra identidad y
asumiendo también nuestra responsabilidad por todos los aspectos de nuestro
psiquismo, no sólo por nuestra empobrecida persona. De este modo «rellenamos y
salvamos» el abismo existente entre la persona y la sombra.
Nada es más dañino que nuestro propio autoengaño, disfrazado con diversas “capas”, “sombras” y “mascaras; dejar pellizcarse o no dejar pellizcarse; monstros, demonios y otra alimañas, todas vienen de nosotros mismos. Aceptarse a uno mismo es lo tal vez lo más difícil, es mejor echarle la culpa a los demás, darse cuenta que uno vive en un eterno autoengaño es lo más duro… tratar de vivir con la sombra es el primer paso para buscarse a uno mismo. Saludos (que complicado que es uno).
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